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viernes, 1 de febrero de 2008

Valle-Inclán inédito...

de Joaquín del Valle-Inclán y Manuel Alberca.
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La aparición de textos desconocidos e inéditos de Valle-Inclán es siempre una buena noticia, como lo ha sido, en los últimos años, el rescate de diversos escritos de autores como Antonio Machado, José Ortega y Gasset, Pío Baroja o Miguel de Unamuno que, por unas u otras razones, nunca se habían publicado. Estos hallazgos que, poco a poco, amplían la obra de figuras esenciales de nuestra literatura, muestran igualmente la inseguridad de las bases sobre las que se asienta nuestro conocimiento de autores recientes –todos los cuales poseen ediciones de obras completas que nunca lo son– y avalan la resignada certeza de que las lagunas y las pérdidas irremisibles de textos son de mayor calado aún en autores más lejanos en el tiempo.
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Acaso nuestra accidentada historia, pero también una incuria y un desdén seculares ante el papel escrito, han provocado en España más pérdidas de obras literarias que en ningún país europeo. Aunque sólo fuera por esta circunstancia, la aparición de un texto desconocido debido a un escritor de talla –y Valle-Inclán lo es en grado máximo– constituye un motivo que júbilo. En los últimos decenios, investigadores esforzados como Juan Antonio Hormigón y Javier Serrano –que incomprensiblemente no se consignan en la escueta bibliografía final– han abierto un camino del que eruditos y lectores nos hemos beneficiado. Hoy, la maraña bibliográfica del autor no es ya, por fortuna, inextricable.
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Se publican en este volumen varios fragmentos narrativos extensos –casi todos ellos pertenecientes, con probabilidad, a la serie inacabada El ruedo ibérico–, organizados y anotados por Joaquín del Valle-Inclán, más un conjunto de ciento cuarenta y cuatro cartas, ochenta y siete de ellas firmadas por Valle-Inclán entre 1895 y 1935, y las demás dirigidas a él por diversos corresponsales: su hijo o su esposa, algunos editores, o bien escritores y artistas como Armando Palacio Valdés, Antonio Machado, García Mercadal, Gabriel Alomar, Zuloaga, Manuel Chaves Nogales o Manuel Azaña. En rigor, algunos de los textos no son cartas, sino simples recibos o facturas (números 19, 23, 24, 25, 28, 83), pero ayudan a precisar aspectos concretos de la biografía del escritor, de sus ocasionales penurias o de su relación con los editores; incluso, en algún caso muy contado, ofrecen confesiones valiosas acerca de la concepción de la novela que postula el escritor y de sus técnicas compositivas, como sucede en la carta número 18. Este aspecto documental del epistolario y su utilización para la reconstrucción biográfica es el que ha interesado exclusivamente al prologuista del volumen, que declara haber sido “un biógrafo enamorado y afanoso” y se siente obligado a esbozar unas páginas teóricas –innecesarias, a decir verdad, en este lugar– sobre las tendencias de la “nueva biografía” desarrollada a partir de Lytton Strachey.
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En cuanto a los fragmentos narrativos que se editan, el primero y más extenso de ellos, titulado “Sevilla”, parece, como afirma el editor, un desarrollo del libro VII de Viva mi dueño. Es más que probable, si se tiene en cuenta, además, que todo lo publicado de El ruedo ibérico se sitúa en diversos escenarios –Madrid, Córdoba, Cádiz, etc.– y que Valle-Inclán bien pudo haber concebido una serie de escenas para situarlas en Sevilla. Pero lo cierto es que no llegó a integrarlas en el conjunto, y tal vez deba entenderse como material desechado, falto de una última mano, porque, si bien la elaboración lingüística es notable, no alcanza la novedad y la expresividad asombrosas de Viva mi dueño. Hay que tener en cuenta que la misma estructura compositiva de El ruedo ibérico, apoyada en la yuxtaposición de secuencias –en “Sevilla” hay diecinueve–, más que en el relato de corte lineal y encadenado, permite la supresión o adición de fragmentos sin que el conjunto se resienta, porque, como en un cuadro cubista, la realidad se ofrece mediante perspectivas o informaciones sueltas que el lector –o el contemplador– deberá luego hilvanar. Uno de los fragmentos narrativos que se publican ahora por vez primera lleva en el manuscrito una breve anotación del autor extraordinariamente reveladora de su modo de proceder: “Puede esta conversación colocarse donde convenga. No fija tiempo ni espacio”. Sea como fuere, hubiera valido la pena analizar con cierto pormenor las páginas de “Sevilla” y aventurar conjeturas acerca de su posible ubicación en la serie, porque tampoco es desdeñable la posibilidad de que Valle-Inclán reservara esta parte para más adelante, tras los capítulos que forman la inacabada Baza de espadas.
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Por lo que se refiere a las seis secuencias rescatadas con el título “La muerte bailando”, parecen igualmente fragmentos desechados de La guerra carlista: se desarrollan en la imaginaria villa Navarra de Otaín, que el Cura Santa Cruz invade con sus guerrilleros en Gerifaltes de antaño, y aparecen personajes que, como Agila, figuraban en esta novela. Pero ciertas alusiones desdeñosas al carlismo –que los editores no han dejado de percibir–, la aparición reiterada de un “veterano de las guerras carcas” y algunos rasgos estilísticos que apuntan más a la madurez de El ruedo ibérico, hacen pensar en una redacción posterior a la trilogía La guerra carlista. Sin datos cronológicos en el manuscrito son difíciles las conjeturas, pero no es impensable que Valle-Inclán redactara estas páginas, extinguido ya su fugaz y libresco entusiasmo carlista, pensando en la futura serie sobre la España isabelina.
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Como se ve por estas observaciones, forzosamente esquemáticas, la lectura de estos textos plantea cuestiones del mayor interés acerca de Valle-Inclán y de la gestación de su obra, encaminada desde el principio, con admirable rigor, a la creación de un lenguaje narrativo total, donde tuvieran cabida lo culto y lo vulgar, lo dialectal y lo neológico, el relato tradicional y las fórmulas constructivas más vanguardistas. Como es lógico, la edición de estos textos merecía una cuidada anotación, tarea que, como ningún filólogo ignora, es siempre problemática, porque obliga a decidir qué hay que anotar para facilitar la lectura o enriquecerla y qué es innecesario explicar. Aquí no siempre se ha guardado la debida proporción. No se entiende, por ejemplo, la oportunidad de aclarar y documentar que “colorá” es ‘colorada’ (p. 304), que “cosquiyas” se dice por ‘cosquillas’ (p. 304) o que “Madrí” es ‘Madrid’ (p. 307), “restaurant” está por ‘restaurante’ (p. 311) y “usté” por ‘usted’ (p. 312).
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En cambio, se renuncia a ciertas explicaciones con demasiada facilidad. Así, el primer fragmento de “Sevilla” está constituido por tres versos: “¡Mira qué bonita era! / Se parecía a la /Virgen de Consolación de Utrera”. Y el editor anota (p. 308): “Copla no localizada”. Pero es una soleá muy conocida, cuyo primer verso da título incluso a un cuadro de Romero de Torres. Hay muchos lugares donde se recoge el texto, como el Cancionero popular de Priego, de Enrique Alcalá Ortiz, o el reciente volumen colectivo Utreranos del Quinientos (2007). Más aún: los versos se hallan citados en “La venta de los gatos”, uno de los textos más conocidos de las Leyendas de Béquer. También la canción que comienza: “Con el vito, vito, vito, / con el vito, vito, va” aparece como “copla no localizada” (p. 304), cuando se encuentra en multitud de cancioneros; con música incluida, por ejemplo, en la antología Las canciones del pueblo español, de Juan de Águila, que cuenta con varias ediciones. Y lo mismo cabría decir de la copla “A la puerta del cielo / hacen zapatos / para los angelitos / que andan descalzos”, nana infantil que lleva igualmente la anotación de “no localizada” (p. 301) cuando bastaría revisar compilaciones como las de Arturo Medina, Bonifacio Gil o Ana Pelegrín para encontrarla. Como norma esencial, un anotador no debe jamás darse por vencido sin luchar. Por último: para explicar la referencia a la masonería en la mención “el Gran Oriente” (p. 308) ¿no convenía haber recordado que uno de los Episodios Nacionales de Galdós, perteneciente a la segunda serie, se titula precisamente El Grande Oriente?
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