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martes, 10 de febrero de 2009

ABUELAS Y MADRES TRABAJADORAS

Hace días quería inciar mi presencia en este "Blog de Todos" y no sabía como hacerlo. Esta noche, al llegar a casa, encuentro un entrañable correo de una amiga en el que me dice que le gusta escribir y, además, tiene la generosisdad de adjuntarme un relato que escribió para un revista con motivo del día de la mujer trabajadora. Para mi es un orgullo copiar su relato aqui y, sobre todo, poder llamarme "SU AMIGO". Ella, Lourdes, vive en Albacete. Este es su relato. Creo que debiera estar entre los "Relatos Solidarios", porque lo es, pero ella no tiene Blog... ¿Alguna idea para solucionarlo, Javier?



No le ayudó a Lucía ser la única hermana entre 5 varones en una época en la que las mujeres estaban, en cualquier caso, después y por detrás de los hombres y a su servicio. Tuvo que ser ella la que dejara la escuela para ayudar a la madre en las tareas de la casa. “Que es una pena, que la niña vale, que se le dan de maravilla los números, que lo pilla todo al vuelo”, aseguraba la maestra. De nada sirvieron sus ruegos. A la maestra se le fue una de sus mejores alumnas y la niña sustituyó los problemas de cálculo y las lecciones de geografía por el cuidado de la casa. Todos los días llevaba a su padre y al hermano mayor la merendera con la comida al campo, a los otros hermanos les tenía que ayudar, ¡qué ironía!, con los deberes del colegio y al pequeño se lo colocaba en las caderas y se lo llevaba a la compra, a la fuente a por agua, al médico cuando hacía falta y a pasear si se daba el caso. Cuidaba los animales, la ropa de los hermanos, regaba la calle, planchaba, fregaba, cosía, barría, los domingos había que lavar a la abuela, y la ropa, y zurcir calcetines, y las ventanas relucientes, que bien las miraban algunas vecinas. Demasiado trabajo para una niña de 13 años.

Se casó joven y quiso el azar que también tuviera, como su madre, 6 hijos y de ellos, solamente una chica. Pero esta no dejó la escuela, lo dejó claro Lucía desde el principio a pesar de que la decisión le costó con su marido algún disgusto que, afortunadamente, no llegó a más. Tenía buena salud y el trabajo no la asustaba. Se dedicó por completo a la educación de sus hijos, al cuidado de su marido, de sus padres y su suegra, de su casa, y si hacía falta echaba una mano a las vecinas. En septiembre, la vendimia, luego el azafrán. Las manos las tenía desde hacía tiempo encallecidas y los ojos enmarcados por arrugas, el cuello agrietado, el pelo cano y la espalda encorvada pero Lucía seguía siendo una mujer alegre y sonriente, con una mirada tranquila y sosegada que fue viendo como sus hijos crecían y se hacían hombres. Orgullosa se abrazaba a su hija el día que la despedía en el autobús que la llevaba a estudiar el bachiller a Albacete. Y con los brazos abiertos empezó a recibir y a mimar a los nietos. “Madre, quédese con los pequeños que nos vamos la mujer y yo al médico”, Y ella, encantada, llamaba a los otros primos, los sentaba a todos junto al fuego y les hacía unos bocadillos de pan y aceite y unas rosquillas. Jugaba con ellos a las adivinanzas, les enseñaba trabalenguas y les contaba historias de cuando era joven. Por las noches de verano acudían los hijos a la casa y todos al fresco recordaban aventuras alrededor de la madre. Y seguían creciendo. “Abuela, méteme el bajo a este pantalón y reza, que tengo un examen muy difícil”, le pedía su nieta que estudiaba medicina en la Universidad. “Vale, pero tú estudia, hija mía, que los estudios son “sagraos” y mis rezos no son suficientes”. Y la nieta estudiaba en casa de la abuela mientras ésta la miraba en silencio, luego juntas merendaban e intercambiaban cosas de sus épocas y las dos se reían de las historias que respectivamente escuchaban. Seguía siendo Lucía la que preparaba las comidas principales para toda la familia. En Navidad, en Pascua, el día del Patrón... Le gustaba tenerlos con ella. “Abuela, hazme unas croquetas y unos rolletes que me voy al campo con los amigos”. Y Lucía seguía trabajando y atendiendo la casa y a su marido. A ella no le llegó la edad de la jubilación y si le llegó, no le supuso ni una pensión ni dejar de trabajar. Si acaso algún viajecito con su marido y con los del centro de mayores, así pudo conocer la playa.
Ahora ya está demasiado mayor, la espalda no perdona, las piernas no aguantan mucho rato de pie y a veces se le olvida si este nieto es el del hijo mayor o es del pequeño. Pero sigue teniendo el corazón fuerte, el humor bueno y el pulso firme y con su letra torpe le gusta escribir historias y alguna poesía que su nieto le pasa al ordenador. Y de vez en cuando mira hacia atrás y sonríe pero ella sabe que se ha perdido muchas cosas. Que le hubiera gustado estudiar, y viajar, y sacarse el carné de conducir, y tener alguna vez vacaciones, y que le pusieran a ella una sola vez la comida, Por eso se siente feliz cuando llega su nieta a visitarla y la ve sacar los aparatos de su maletín y la explora con cariño, y le toma la tensión y cariñosamente la regaña porque anoche se tomó unas rosquillas, “¡abuela, que no puedes comer dulce!” Pero su nieta, médica, sonríe viendo sana a su abuela y las dos se miran y se entienden con la mirada. La nieta pide emocionada que no se le vaya nunca y la abuela con lágrimas en los ojos piensa, orgullosa, “a ella sí le ha tocado”, y eso le parece suficiente y hace que todo merezca la pena.

4 comentarios:

Javier dijo...

Manuel, yo puedo hacer poco, pero ella mucho. Que abra un blog hoy (tarda tres minutos), que durante unos días lo alimente y que nos envíe un relato a final de mes. Hasta el día 1 de marzo hay tiempo.

Nosotros nos quedaremos con un relato suyo y ella se quedará atada a un blog. No está mal el intercambio.

Abrazos varios

Mimí- Ana Rico dijo...

Preciosa, muy tierna

Carmen Silva dijo...

Muy verdadero. Pero la satisfcción de los hijos y los nietos es superior a todo. Yo si he estudiado, he trabajado y me he licenciado en periodismo, pero lo más bonito que he escuchado en mi vida ha sido a mi nieto de 9 años cuando le dije: Abu se tendrá que morir antes que tú y él me respondió si tu te mueres yo me muero también. Merece la pena verdad.

Anónimo dijo...

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